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Los argentinos están locos por el fútbol. Eso ya se sabe. Respiran fútbol todos los días de su vida. Es el deporte rey, un deporte integrador, donde todos están unidos por unos colores, unos sentimientos. Para algunos es un deporte más, pero para otros es una forma de vida, su vida. Tiene una gran repercusión social, nueve de cada diez habitantes declaran ser simpatizantes de algún equipo de fútbol, y más hablando de la sociedad argentina donde es casi una religión de Estado. Forma parte de su identidad nacional.

Es el deporte que tiene más jugadores federados (900.000 en 2019), y el más practicado por la población masculina y femenina. Los clubes del fútbol argentino son los que han logrado mayor cantidad de títulos internacionales en el mundo.

En la Ciudad de Buenos Aires viven apenas tres millones de habitantes. Pero en sus límites se levantan 18 estadios de fútbol. Desde los tradicionales clubes como Boca Juniors y River Plate, que acaparan el fanatismo de la mayoría de los argentinos, hasta los más humildes como Sacachispas o General Lamadrid, que compiten en los torneos de ascenso. El fenómeno no se detiene ahí. Es más impresionante aun. Esos 18 estadios se erigen en los límites de la capital. Pero si se cuentan las periferias, esas barriadas populares del Gran Buenos Aires, que pertenecen a la provincia homónima, las “canchas” suman 36.

La increíble historia del único club de fútbol del mundo que tiene su estadio frente a una prisión

El Club Atlético General Lamadrid juega en la primera C, la cuarta categoría del fútbol argentino. Fue fundado el 11 de mayo de 1950 por un grupo de personas que decidieron formar una Comisión Directiva para el club, aunque la idea de fundar un club había estado circulando desde 1939. Pocos meses antes de la fundación del club, ya se jugaban partidos amistosos todos los fines de semana y feriados con clubes de la zona, siendo el clásico barrial el vecino Kimberley Atlético Club.

Tiene su sede en el barrio de Villa Devoto perteneciente a la ciudad de Buenos Aires. Su estadio lleva el nombre de Enrique Sexto, fundador y legendario técnico del club, y cuenta con capacidad para alrededor de 3500 personas. Se sitúa al lado de la cárcel de Villa Devoto, la única que sigue en pie en la capital argentina. A sus hinchas se los conoce como los “Carceleros”. Por su cuenta hay una relación amistosa entre los simpatizantes "carceleros" y los de Ituzaingó y también con los de All Boys, de Floresta, con quienes tienen muchos vínculos en común debido a su cercanía geográfica.

A lo largo de más de 70 años, el club y la prisión han estado unidos por historias que se entrelazan. Durante décadas los presos han podido ver los partidos y han sido testigos de la rica vida social del club desde sus celdas, ubicadas en los pabellones a apenas 50 metros del pequeño estadio. Sus historias son únicas e irrepetibles. Desde el preso que se enamoró del club aferrado a los barrotes de la prisión y, tras cumplir condena, se asoció, fue directivo y compuso el himno oficial de la institución, hasta el hincha fanático que terminó preso y animaba al equipo desde su celda revoleando una camiseta del equipo. Las fotografías del club, su estadio y sus personajes, con la escenografía de la cárcel detrás, son dignas de enmarcar en la rica historia del fútbol del país.

En palabras de Ezequiel Fernández Moores, periodista especializado en deportes, "Carceleros" es por la cárcel de Devoto, parte inseparable del paisaje. La convivencia incluye historias de helicópteros y presos encapuchados. Motines sangrientos. Presos que ven una mitad de cancha. Que alientan, burlan y que hasta cruzan mensajes de amor en años de plomo. La cárcel que quiso apropiarse de la cancha. Pero no pudo"

La cárcel de Devoto fue inaugurada en 1927 y Lamadrid irrumpió más tarde en la zona, allá por 1950. Y en el 63 ya los quisieron desalojar: “Hoy la institución no tiene escritura de los terrenos porque son del Estado y la cárcel los reclama como propios. Se dieron luchas muy profundas en las que hasta hubo socios que se atrincheraron en el club y hoy se continúa con eso”, cuenta Marcelo Izquierdo, escritor argentino, en su libro “Carceleros”.

Se refiere a Devoto como dos barrios en uno. El que creció con el correr de los años -el que se gestó alrededor de la plaza Arenales- y el que se quedó en el tiempo. Claro, el crudo contraste que implica tener cerca una cárcel desvaloriza toda la zona de su alrededor. Y en ese condicionamiento entra Lamadrid. “Aquí nada acelera el paso del tiempo. Ni los motines que cada tanto golpean la zona. Tampoco los escapes históricos, como el del Gordo Valor en 1994. O la masacre del 78, que se llevó la vida de 65 detenidos. Ni cuando un helicóptero aterrizó sin previo aviso en la cancha en plena dictadura militar... ”. Y ese contacto directo con la única penitenciaría dentro de la Ciudad de Buenos Aires conlleva historias. Como la del Loco Mario, un preso que se enamoró de Lama desde la cárcel y luego de cumplir su condena terminó siendo dirigente y hasta creó el himno del club. O el histórico 1981, año en el que los de Devoto vencieron al Lanús del Negro Enrique en la C, mismo rival que cinco meses después le propinó un 0-8 en el Sur. También, obviamente, en el libro no podía faltar Emmanuel Gigliotti, quien surgiera en el club y al que se le dedica un capítulo. En fin, “Carceleros” es un libro bien de las entrañas del Ascenso. Con un vínculo innegable porque Lama y la cárcel de Devoto fueron inseparables desde su fundación. Con presos que alientan desde sus celdas y otros que putean. Una postal única que se da en nuestro fútbol...

“Por el conocimiento que tengo, Lama es el único club que está frente a una prisión. Y todo se desarrolla ante la mirada de presos. Hombres que lanzan papelitos desde sus celdas, toallones azules que se asoman por las ventanas cual banderas... En fin, hay postales que son para enmarcar”

En su libro, Izquierdo desgrana episodios o historias dentro de la gran historia que es “Carceleros”. Por motivos de espacio, apenas podemos resumir algunas de ellas:

La prisión siempre miró con codicia al club. En 1963 los guardiacárceles se apoderaron de una porción de los terrenos, para utilizarla como depósito del penal. Los reclamos fueron airados pero la prisión no dio marcha atrás. La cárcel no se detuvo en sus ambiciones expansionistas. También en 1963, un enviado de la prisión llegó al club para avisar que debían desalojar el predio. En el club se produjo una verdadera revolución. El boca a boca hizo que a las pocas horas decenas de socios se atrincheraran en la sede durante cuatro días en defensa del club.

A la semana vino el alcalde de la prisión, que al parecer recién había asumido el cargo. Discutimos. Le contamos nuestra historia, y el tipo terminó por confesar que no tenía idea de que aquí había un club. Le habían dicho que esos terrenos eran de la cárcel y que estaba lleno de ratas. Al final le hicimos un asado y terminó pidiéndonos disculpas.

Lamadrid vivió desde entonces con los ojos bien abiertos. La prisión es como un volcán dormido que en forma periódica estalla para reclamar lo que no le pertenece. La última vez fue en 1986, cuando intentó un desalojo por vía judicial, pero volvió a fracasar. Lamadrid, como ya se mencionó, es el único club de la AFA que no posee las escrituras de sus terrenos, pero sus socios están dispuestos a defender las instalaciones hasta las últimas consecuencias.

A lo largo de los años, los presos de la cárcel de Devoto han tenido una relación de amor y odio con el club. Pero no hay historia de amor más profunda que la de Mario Oriente. Mario fue un tipo duro, pillo, un guapo con códigos bien definidos. Pero sobre todas las cosas, era un tipo divertido. Le gustaba la vida social de los viejos clubes de barrio. En el Dock Sud pasaba sus horas en la Quilmes Dockense, El Bochín o Los Bolos. Jugaba al mus, al tute y tocaba la guitarra y cantaba. Pero además componía tangos y milongas. Se ganaba la vida contrabandeando cigarrillos y whisky importado. El negoció derivó más adelante en una destilería ilegal. Eran los años 40 y Mario se ganó para siempre el apodo de el “Loco”.

Pero la suerte tenía reservada para Mario una parada difícil. En los 60 cayó preso. Su vida de contrabandista y falsificador terminaba. Estuvo más de tres años preso en la vieja cárcel de Caseros. Salió, pero al poco volvió otra vez a prisión. Pero esta vez a la cárcel de Devoto, donde desde su celda vio por primera vez al club. Desde su celda, desde su rutina eterna, Mario lograba ver una parte de la cancha, el buffet donde se reunían los socios y las instalaciones al aire libre colmada de niños. También en los carnavales soñaba con ser uno de los más de un millar de asistentes que bailaban hasta el amanecer. Con el tiempo, llegó a conocer de memoria los recovecos del club, su gente y su vida. Y esperaba ansioso los sábados para observar los partidos del equipo.

Mario salió de prisión a fines de los 60. En 1970, Mario Oriente pisó por primera vez el club, se hizo socio y empezó a ser parte fundamental de su vida social. Iba todos los días a la sede. Todo lo que nunca había hecho en su casa, Mario lo hacía en el club. Trabajaba todo el día en su taxi y luego se iba para Lamadrid. Allí, de a poco dejó de ser el Loco Mario. Sus viejos conocidos lo empezaron a llamar el “Loco Lamadrid”. Más tarde se hizo cargo de la concesión del buffet y llegó a integrar la comisión directiva.

Pero Mario Oriente no pasó a la historia de Lamadrid solo por cambiar su vida después de descubrir al club desde la celda de la prisión. Inscribió su nombre en molde como el creador del Himno de Lamadrid. Mario Oriente murió a los 54 años, en 1980. A su velatorio fue un mar de gente. Nadie podía creer que hubiera muerto. Para todo, el Loco Mario era indestructible, pero una afección pulmonar lo tumbó. Sus restos descansan hoy en el Cementerio de la Chacarita. Su alma vive en General Lamadrid.

El 10 de abril de 1993, Flavio Fernández, aquel pibe de dieciséis años, saltó a la cancha en su debut en Primera y a los pocos minutos convirtió el primer gol de su carrera. Hoy es una de las “leyendas” del club.

Fernández vivió toda su vida en Villa Devoto. Conoció el club cuando tenía siete años y su tía Liliana lo llevaba a jugar al fútbol a la salida del colegio. Y ahí se quedó a vivir. Fútbol, amigos y colonia de vacaciones. Todo el año en el club. Hizo todas las divisiones infantiles y pronto llegó a las inferiores. En poco tiempo se consolidó en primera y comenzó a ser el goleador del equipo, la joyita que venía de las inferiores.

En 1998 vivió en carne propia una de las páginas más gloriosas del club. Lamadrid había estado muy cerca del ascenso a la B en los dos años anteriores cuando perdió las finales por el segundo ascenso. En cancha de Flandria, fue un momento dorado para el club. Lamadrid ganó 3 a 1 y ascendió por primera vez en su historia a la B. Flavio marcó el primero y segundo gol.

Lamadrid, el club humilde que cinco años atrás había jugado una final para no quedar desafiliado, había tocado el cielo con las manos. Jugaría en la B, la tercera categoría del fútbol argentino. A Flavio se lo quisieron llevar a jugar a China, pero él prefirió quedarse con el carcelero en la B. La campaña no fue buena pero se logró el objetivo: se salvó del descenso en la última fecha.

Pablo Lucas Rodríguez nació en Villa Devoto el 10 de agosto de 1979. Se crió en un hogar de familia numerosa, a pocas cuadras del club. Como muchos, empezó a tener problemas con las drogas, consumiendo y traficando. Duras y blandas. Con todas. En 2007 cayó preso. Pero Pablo salió libre a las cuarenta y ocho horas. No lo podía creer. Lo habían agarrado in fraganti y estaba fuera. Ya nada ni nadie podría detenerlo. Estaba desatado. A los dos meses cayó de nuevo. Ya era 2008.

Le condenaron a cinco años y seis meses de prisión. Y al poco se le sumó una condena paralela de cuatro años por el robo de un auto en la provincia. Empezó entonces un periplo por distintas prisiones: la 36 de Magdalena, Olmos, Sierra Chica y la 43 de González Catán. En todas lo trasladaron por mala conducta.

Cuando salió volvió a Devoto. A todos les prometió cambiar. Incluso impulsó la llegada del boxeo al club, que se logró en esos años. Cayó otra vez. Sin embargo, esta vez hubo algo distinto. A los pocos días lo trasladaron a la cárcel de Devoto, a dos cuadras de su casa y enfrente de la cancha de Lamadrid. En la primera oportunidad que tuvo presenció un partido de fútbol desde una de las ventanas de la prisión: “Me agarré de los barrotes y empecé a trepar. Primero saqué una pierna entre los barrotes; después, la otra, y como pude me acomodé con los pies colgando y las dos manos agarradas bien fuerte de los barrotes”. Su cabeza apenas asomaba hacia la cancha, que se veía en parte hacia su derecha. Estaba a setenta metros de su tribuna, de sus amigos, de su club. Parecía un muñeco de trapo que colgaba del ventanal. Revoleaba como un loco la camiseta de Lamadrid y empezó a gritar. “¡Vamos, Lama, carajo!”.

Hoy día, años después, Pablo es uno más en la comunidad del Atlético Lamadrid. Dejó atrás aquella vida desordenada y actualmente desarrolla diferentes funciones en el club relacionadas con la afición con total entrega.

“Yo soy el hincha más fanático de Lamadrid, no vas a encontrar otro como yo”, afirma.

El fútbol tiene como denominador común al hincha, es el gran protagonista después de los jugadores. Es por el hincha, sus formas, cantos, vestimentas, acciones, creencias y promesas, que en el mundo sorprende y atrae el fútbol argentino. No tanto por el espectáculo propiamente dicho que ofrece cada partido, que es de alta competencia y nivel pero que, de no ser por el ámbito que lo rodea no tendría el grado de impacto y admiración que tiene. El ambiente de las tribunas, ese alentar sin parar independientemente del resultado, ese amor incondicional de las hinchadas que alientan con frío, lluvia o pleno calor, hace que cada partido sea una fiesta para los aficionados.

No lo es menos en Villa Devoto. En la cancha del Atlético General Lamadrid, la cultura de barrio; la relación vecinal, la familiaridad, la cercanía, amigos, padres y madres con sus hijos forman la Afición, que junto con la Barra, La Barra de Devoto, con su brío y su ímpetu animan sin descanso al equipo hasta el final del partido.

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