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La Ciudad de Buenos Aires, como muchas metrópolis importantes, es hogar de numerosos migrantes que buscan un cambio o nuevas oportunidades. Las guerras, las crisis económicas, el deseo de adquirir conocimientos y la búsqueda de nuevos horizontes son algunas de las razones que llevan a que Argentina sea uno de los destinos elegidos. Un país que, históricamente, ha abierto sus puertas.
Este país se ha enriquecido con una amalgama de razas muy diversas, lo que ha proporcionado a la ciudad un bagaje cultural exquisito y complejo. Durante finales del siglo XIX y comienzos del XX, la inmigración europea fue la más numerosa, con italianos y españoles llegando en mayor cantidad.
El barrio porteño de Palermo es el más grande de la ciudad y fue uno de los destinos donde se han instalado estos nuevos habitantes. Posee casas bajas y antiguas, calles arboladas, angostas y adoquinadas; edificios altos de cristal, amplias avenidas con tránsito en doble sentido, negocios de ropa, opciones gastronómicas tradicionales, modernas y étnicas, un hipódromo, un zoológico conservacionista, un jardín botánico, un observatorio astronómico, el parque más grande de Buenos Aires que a su vez goza de un lago artificial, catorce iglesias católicas, una iglesia ortodoxa griega y una basílica de la comunidad armenia.
Al caminar por estas calles, es posible adentrarse en medio de una atmósfera de mezcla o crisol cultural. Se puede pasar de estar en una avenida similar a la de cualquier capital occidental del mundo y tener la posibilidad de toparse con significativos aportes de los inmigrantes de países limítrofes o de lugares más remotos, como las que pertenecen a la comunidad Sirio Libanesa. En Scalabrini Ortiz al 1200, una sorpresa aguarda al transeúnte desprevenido: las cúpulas de la Catedral Ortodoxa San Jorge se elevan, imponentes, capturando la mirada con sus techos redondeados y de tonos cobrizos que nos transportan a la época en que el Medio Oriente formaba parte del Imperio Romano. La Catedral pertenece a la Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa de Antioquía. Su arquitectura bizantina se manifiesta en la sobriedad de su fachada cuadrada, con aberturas y decoraciones redondeadas, y en la predominancia de paredes blancas y cúpulas que parecen acumular el eco de los rezos de sus feligreses. La paleta casi bicolor se interrumpe con los tres mosaicos que resplandecen con los rayos del sol, representando figuras clave de esta religión: La Santísima Trinidad, la Virgen María y en el centro San Jorge. El portón marrón, adornado con cruces bizantinas horizontales, completa esta visión exterior.
En su interior, las características de la Catedral se multiplican; allí, la luz que se filtra a través de sus ventanas altas baña el altar en una luminiscencia que clarifica sus imágenes para quien las observa desde ese lugar. Los arcos dorados de la pared detrás del altar se elevan hacia el cielo, enmarcando pinturas religiosas que narran historias de fe y milagros. Cada detalle, desde los candelabros hasta el atril solitario, invita a la reflexión y al recogimiento. La alfombra roja, extendida ante el altar, guía la mirada hacia las puertas sagradas, custodiadas por imágenes de santos, mártires y más cruces bizantinas. El techo abovedado, decorado con frescos que representan escenas bíblicas, se extiende dentro de los muros de esta catedral que mide aproximadamente diez metros de ancho y cincuenta de largo.
Las religiones de la comunidad Sirio Libanesa son variadas; el islam, con sus muchas vertientes, y el cristianismo, con las suyas, son las que congregan un mayor número de fieles. La iglesia Ortodoxa Cristiana de Antioquía abarca el 8 por ciento de la población total de estos países que comparten un pasado en común, ya que antes del colapso del Imperio Otomano, formaban un solo país conocido como: Gran Siria o Siria Otomana.
En el tapiz de la tradición cristiana, la Iglesia Ortodoxa de Antioquia y la Iglesia Católica tejen historias paralelas con hilos de devoción y divergencia. Ambas veneran la sucesión apostólica y celebran los mismos sacramentos, pero la Iglesia Ortodoxa se distingue por su autonomía eclesiástica y la aceptación del matrimonio entre sus sacerdotes. Mientras tanto, la Iglesia Católica se centraliza en la figura del Papa y mantiene el celibato clerical.
La Catedral de San Jorge ofrece a propios y extraños un oasis de paz en medio del bullicio de la ciudad. No es la única institución que se relaciona con la comunidad sirio-libanesa en la capital. Existen otras como el Club Sirio libanés, que es un faro de tradiciones y encuentros. No muy lejos, el Hospital Sirio libanés. Este se alza como un bastión de la salud, ofreciendo servicios médicos de primer nivel y una atención que trasciende fronteras, reflejando el compromiso de la colectividad con el bienestar de todos los porteños.
Esta historia de fe y tradición para los sirio-libaneses, que hunde sus raíces en el antiguo suelo de Antioquía, comienza a finales del siglo XIX en los puertos de uno de los países más australes del mundo, donde desembarcaron aquellos que provenían del Oriente Medio. Algunos, portadores de una fé inquebrantable, se establecieron en esta nueva tierra, sembrando las semillas de su cultura y espiritualidad.
Estos inmigrantes encontraron consuelo y comunidad en la iglesia rusa ortodoxa de Buenos Aires, el primer templo ortodoxo en abrir sus puertas en la nación. Pero el anhelo de tener un espacio propio que reflejará su fe y herencia espiritual era fuerte. El 24 de marzo de 1946 marcó un hito en la historia de la colectividad: la primera Divina Liturgia en la nueva catedral de San Jorge. Este templo se convirtió en la diócesis principal de la Iglesia Ortodoxa de Antioquía en Argentina, un lugar donde la fé y la tradición se unen.
Con el tiempo, la comunidad se expandió, y con ella, la archidiócesis. En Buenos Aires se ubican distintas parroquias, como la de San Fernando, llamada Asunción de la Santísima Virgen María. San Jorge, en Junín, y con el mismo nombre, en la ciudad de Pergamino, se convirtieron en faros de la fe ortodoxa, cada una con su propia historia y contribución a una narrativa más amplia.
Las primeras olas de inmigrantes sirios y libaneses que llegaron a Argentina, encontraron una nación joven y en expansión. Escapaban de la opresión del Imperio Otomano y buscaban un nuevo comienzo. Estos pioneros fueron etiquetados, erróneamente, como ‘turcos’ en los registros de inmigración.
Argentina congrega una de las comunidades sirio-libanesas más grandes fuera de sus naciones originarias. Alrededor de 3.500.000 personas de esta ascendencia viven en estas tierras, remotas para sus antepasados, y situadas a más de 13.000 kilómetros de distancia.
La comunidad sirio-libanesa se estableció principalmente en Buenos Aires, Córdoba, y otras provincias, abriendo comercios, fundando instituciones y mezclándose con la población local. A través del matrimonio y la integración cultural, comenzaron a formar una identidad única, argentina, pero con un eco de sus raíces orientales. La influencia de esta comunidad ha sido significativa, no solo en la espiritualidad sino también en el arte y la gastronomía.
La música de Eduardo Falú, uno de los grandes exponentes del folclor argentino, fue profundamente influenciada por sus raíces sirias. Nacido en una familia de inmigrantes, creció en un ambiente donde la cultura de sus ancestros estaba presente. En su repertorio, creó música para más de un centenar de poemas, colaborando con poetas como Jorge Luis Borges y Jaime Dávalos, entre otros. Su provincia natal, Salta, tiene una marcada influencia de las tradiciones musicales sirias ya que muchos la eligieron como destino donde asentarse.
En cuanto a la gastronomía de la comunidad en Argentina, podemos destacar este encuentro entre culturas, sabores y tradiciones que se entrelazan en el paladar de un país conocido por su diversidad culinaria. Las olas de inmigrantes sirios y libaneses trajeron consigo recetas y técnicas. Las empanadas, con su masa crujiente y rellenos jugosos, comenzaron a adoptar especias como el comino y el pimentón, evocando los zocos y mercados de Damasco y Beirut. En las panaderías del norte argentino, los productos de confitería se adornaban con miel, nueces y frutas secas, una dulce resonancia de los postres levantinos.
El matambre, ese rollo de carne que se acompaña con ensaladas o solo con pan, tan argentino, encontró en la palabra árabe “matam”, que significa “sacrificado”, un reflejo de su propio nombre, mientras que el dulce de leche, esa crema caramelizada que despierta sonrisas en sus comensales, compartía secretos con el “qashta” y el “halaweh” del Medio Oriente, más allá de que existan otros mitos de su creación. Y así, en cada plato, en cada bocado, la influencia sirio-libanesa se fue haciendo presente, no solo en ingredientes y sabores, sino también en la forma de entender la comida: como un acto de comunión, de compartir, de celebrar la vida, que se mezcla con la idiosincrasia tan propia del argentino, para reforzar aún más estas características.
Los restaurantes de comida árabe florecieron en varios puntos de la ciudad, y también sobre la misma cuadra de la Catedral, allí podemos encontrar dos rotiserías con comidas típicas de Medio Oriente y una confitería que ofrece opciones dulces. Las recetas tradicionales ofrecen kibbeh y falafel, mientras que en las casas, las recetas pasaban de generación en generación, adaptándose y fusionándose con los gustos locales. También se dieron procesos viceversa, la yerba mate, símbolo de la hospitalidad argentina, encontró admiradores entre los sirio-libaneses, quienes vieron en el ritual del mate una forma de conexión e intimidad que rememora su propia cultura. Hoy es común ver en esos países a personas con su kit matero.
La globalización y el paso del tiempo han logrado que muchas de estas costumbres y significancias culturales dejen de ser exóticas y pasen a ser apropiadas por este país que las acoge.
Hoy, la Catedral de San Jorge, sigue siendo para la Iglesia Ortodoxa de Antioquía en Argentina un testimonio vivo de la perseverancia y la devoción de sus fieles. Con cada liturgia y celebración en la Catedral de San Jorge, la comunidad honra su pasado y mira hacia el futuro, manteniendo viva la llama de su herencia ancestral.